OSCURIDAD COMO NUEVO LUJO

Hace rato que estudio la contaminación lumínica. Si bien me interesa mucho hablar de los impactos en los ecosistemas —esos que parecen invisibles pero escalan a niveles preocupantes—, reconozco que los impactos que más me asustan son los que alteran nuestro cielo oscuro como bien cultural. Empecemos por ahí: el cielo oscuro natural es un bien cultural. Es patrimonio.

Y sabrán disculparme quienes de verdad saben sobre patrimonio, pero me voy a atrever a hacer una breve justificación. El cielo oscuro natural tiene un valor intrínseco, digno de ser preservado. Ha sido fuente de asombro, inspiración y conocimiento para todas las culturas humanas, y ha desempeñado un rol central en la construcción de cosmovisiones. El cielo estrellado no pertenece a nadie y un poco nos pertenece a todos. Es una herencia común, un escenario que une a las generaciones pasadas con las futuras, un recordatorio constante de nuestro lugar en el tiempo y el espacio.

Perder la noche oscura por no frenar la contaminación lumínica implica también privar a la humanidad de una de sus experiencias más alucinantes y fundacionales: mirar hacia arriba y encontrarse con el infinito. Lo que me asusta de esto es que nos resignemos a perder nuestro cielo oscuro y de calidad. Que nos conforme que la oscuridad se preserve en otro lado. Que allá, otros (no nosotros), tengan un cielo más limpio. Más exclusivo. Eso me asusta, porque si empezamos a asumir que la oscuridad no la podemos tener acá, también empezamos a aceptar que no es para cualquiera. Que no nos toca.

En el marco del astroturismo hay algo alucinante: compartir saberes y sumarle valor a eso que está ahí, que por desconocido era descuidado. Pero —como todo en este sistema— puede volverse algo un poco perverso, si ese cielo del que nos perdemos muchos sigue existiendo como un lujo para algunos. Si solo resguardamos cielos oscuros en reservas inaccesibles, para que unos pocos se den el gusto de vivir la oscuridad como una experiencia exclusiva ¿qué queda para nosotros, la mayoría? Me vengo cruzando con notas que discuten esto y me pone alerta. Me asusta normalizar que para ver un buen cielo, la única opción sea pagarte un fin de semana en las Sierras. Ni hablemos de las vacaciones en Atacama o de volar para conocer La Palma.

Y deberíamos cuidarnos, no solo de amigarnos con la idea del cielo oscuro como lujo, sino también de que la oscuridad misma lo sea. Acceder a esos lugares oscuros no solo tendrá valor por su cielo, sino porque serán entornos donde experimentar una sensibilidad distinta. El paquete seguro incluye cena a la luz de las velas, caminatas nocturnas para escuchar los paisajes sonoros y una gran bajada en el ritmo de vida. La necesidad de que el ojo se acostumbre a la penumbra y de que el cuerpo entienda otra lógica no se da en cualquier lado. Es el lujo de exponerse a lo lento, a lo que no te llena de estímulos. Es poder disfrutar la sutileza de lo opaco, de lo que apenas brilla.

La búsqueda del cielo oscuro nos lleva a lugares que nos demandan (y nos permiten) afinar otros sentidos, ejercitar la sensibilidad. Eso también se entrena, también se aprende, y debería estar al alcance de todos. Con o sin lujo, allá lejos pero también acá cerca.

Arriba, la oscuridad. Pero para que esta frase tenga sentido, tenemos que tener cuidado acá abajo. Prestemos atención a qué iluminamos, a cómo lo hacemos. La oscuridad también se conserva y también se defiende. Velemos por que no sea un lujo reservado para quienes puedan pagarla, sino un derecho compartido. 

Porque todo re bien con Atacama o La Palma. Me muero de ganas. Pero mientras no pueda (y aún pudiendo), quiero que dejen de iluminar la Ruta 10 con tanta rabia. Quiero poder ver el cielo en Punta Ballena, a 10 minutos de casa y sin pagar entrada.

Abril de 2025 - En algún lugar de Rocha, con la Vía Láctea de techo.

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